Fondos de botella
Llegué al cubículo de manera
imprevista. Todo lo que podía ver, era borroso. En algún punto se estrellaron
los lentes. En otro punto se perdieron.
La cortina que intentaba dar privacidad era obligada a danzar por un corriente
de aire. Los frascos del estante tintineaban.
¿Estás en un hospital?
Seguramente un consultorio.
El estante de medicinas está
repleto de formas variadas: gruesas, rectangulares, ovaladas, de plástico,
llenas, a medio uso y completamente vacías. En los compartimentos debajo de las
repisas que contienen los frascos seguramente están los materiales necesarios
de curación (o para destazar, según sea el caso), pinzas de Kevorkian,
bisturís, tijeras, queratomos de Jaeger y escalpelos.
A través del estante se puede
vislumbrar forzando a la imaginación a completar las imágenes a un ejército de
demonios blancos atacar a un cuerpo. Un cuerpo que temblaba y suplicaba.
La imagen del ejército se
enfocaba y desenfocaba. Se veían manos correr, como quien llega tarde a una
cita, se oían voces discutir como quien se niega a recitar bien un poema. El
día y la noche perdieron sentido para el cuerpo horizontal. Un silencio de
muerte abrigo toda la habitación mordiendo labios y oídos de manera voluptuosa.
El lugar comenzó a vaciarse. Alguien murmuraba, inteligiblemente una queja. La
queja intentaba ser mitigada con caricias a un niño pequeño, las sombras se
desdibujaban pero el ejército de los demonios regresaba, sus guantes de latex
resbalaban con un sonido atroz y todo se teñía de gritos rojos…
Estábamos en un acantilado de
incertidumbres y luz. Las quejas se fueron apagando…apareció una mano
suplicante sujetando brutalmente la mía. La imagen se enfoca y es cada vez más
clara.
Se oyeron los gritos de las
sirenas del mar y de las sirenas de la patrulla. Todo se incineraba en luces
rojas y azules, azules y rojas. Unos pies blancos corrían. Alargue los brazos.
Sentía el mechón de mi cabello pero no el armazón de los lentes, sentía los
gritos rojos.
Algo se cayó. Algo se rompió. El
cuerpo suplicante ahora gritaba: ¡He de matarle!, ¡He de matarle! El sonido del
aire, fue el de una daga inviable que quema y corta cuerpos y vidrio. Todo se
ha caído, todo se cae el suelo lentamente frascos gruesos, rectangulares,
ovalados, de plástico, llenos, a medio uso y completamente vacíos.
Lento, se va perdiendo la imagen,
la real, la que está dentro de mis ojos, fuera de mis lentes y la imaginaria.
El grito rojo en mi bata blanca se expande. Caen muchas gotas pringosas de
medicamento inyectable que forman pequeños charquitos densos con mi sangre.
El silencio es grande. La danza
del viento y la débil cortina parecen, querer cesar. Intento querer sujetar el
armazón, no alcanzo, no veo, los pasos blancos lo han hecho crujir. Los
pedacitos de cristal son similares a los copos de nieve petrificados y a los
sonidos sordos.
El caso 5679 fue atendido esa última noche por el doctor Alejandro del Nogal, famoso por su desenvoltura y elegancia, así como por su profunda miopía. El paciente presentaba como antecedentes de
importancia familiares, enfermedades psiquiátricas agudas y tendencia al
suicidio, optando preferentemente por
incisiones en cuello y clavícula (venas carótidas), así como inyecciones de potasio y embutramida.
Comentarios
Publicar un comentario